Muchas cosas han sucedido desde aquel día en el que por primera vez conocí el olor a la muerte, en el que descubrí que mi corazón podía latir tan rápido que ya no le seguía el ritmo.
Aquella tarde tan soleada, tan llena de luz y tan oscura para mí, verte
por última vez, que digo verte, si ya ni siquiera vi tus ojos abiertos, ya no
escuché tus risas, ya no calculé tus pasos y mucho menos reñí con vos por la
comida.
Cuando la muerte llegó, yo solo pude llorar. Fue la primera vez que sentí que
esos sueños en que caes al vacio o a un barranco pueden ser reales, viví una
oscuridad con los ojos abiertos, sentí un sabor tan amargo y salado en mi boca
que no me dejaba comer.
La primera vez que mis padres se derrumbaron enfrente de nosotros, veía
gente correr por toda la casa, la mayoría llorando o susurrando. Yo aún sentía
el olor de la muerte en los corredores, sentía cómo arrebataba parte de mi ADN
y de mis emociones. Recuerdo que la muerte se llevó mi niñez, mi familia y mi
ilusión, a lo mejor era parte de su misión el dejar vacía aquella casa
grande.
“Tomá tu ropa y salí rápido, que no queda mucho tiempo para irnos” dijo
mi mamá. Esa tarde de agosto yo no quería cambiarme, no quería estar en el
marco de la sociedad, no quería tener un corazón que latiera con tanto
dolor. Lo que más deseaba aquel día era regresar el tiempo, restar doce horas
de mi vida o quizás trece horas para poder conversar de nuevo con aquella
amiga.
Ya son casi 20 años de aquel jueves, pero los recuerdos siguen tan
presentes en mi mente. Yo vestía un pantalón de lona azul marino de aquellos
que tenían una marca de cuero me parece en la parte de atrás. Una blusa blanca
de esas del colegio, porque no tenía un atuendo adecuado para simbolizar el
luto que sentía. Un sudadero morado, pero era un morado oscuro. Me puse mis botas
negras y lista para caminar en ese nuevo sendero que la vida me preparaba.
Llegamos a la funeraria alrededor de las nueve de la noche, yo nunca
había entrado a un lugar similar. Había tanto frío que no sabía si era el clima
o solo yo lo sentía. Poco a poco la gente se marchaba y al llegar la madrugada, algunos dormían en las sillas, otros rezaban, y yo solo me preguntaba ¿si
podrías despertar de nuevo a mi lado?
La primera vez que la muerte llegó a mi vida dejó un regalo, que aunque
parezca una locura es una especie de magia que me fortalece día a día, recordar que nuestro paso por la vida es tan breve para preocuparnos por pequeñeces.
La primera vez ... siempre nos deja un sabor agridulce en nuestra memoria.